“Cuba quiere ser Cuba, y nada más.” Lo dijo Sartre luego de visitar la
isla, en el año 1960, junto a su mujer rota y amada Simone de Beauvoir. Lo dijo
el francés y lo repito yo, sencillamente un viajero curioso.
Vuelvo de un país en el que se habla de revolución como se habla del
tabaco, de las corrientes de frío o de piratas y tesoros por encontrar. Esto no
debería llamarnos la atención ni venir al caso, a menos que seamos de un país
en el que ardan todas las bocas que pronuncien esa palabra y se nos vuelva la muerte a los pies ni bien cruzamos
la erre. Pero, decía, vuelvo de un país en el que la Revolución se canta, se
grita, se vive y se critica. Claro que sí: ¿cómo no criticar aquello que se
quiere y que costó tanto? ¿Cómo, si no, se renuevan las premisas ya cumplidas?
Hablemos de derechos fundamentales. Salud. Educación. Vivienda.
Parecería una enumeración arbitraria de quien escribe, pero no. Alexis es
camarero en un hotel de Freire, un pequeño pueblo cercano a la ciudad de
Holguín. No se queja de su sueldo y se alegra con las propinas. Mientras
machaca la yerba buena del mojito me cuenta que médicos cubanos salvaron el
riñón de su hija. La recuperación fue dura, larga, pero al salir del hospital
sólo dejó un saludo ferviente al plantel de doctores y las gracias. Yaricel
vive en un barrio humilde, en las afueras de Camagüey. En el centro histórico
de la ciudad hay una maqueta de la zona urbana y su casa, de tan alejada, no
figura allí. Lo toma con humor, ríe bien blanco y se tapa los ojos. Yaricel
está cursando el cuarto año de la carrera de medicina y en sus pocas horas
libres estudia alemán. El Estado le garantiza transporte, materiales, la vianda
diaria y un incentivo económico. Si eres extranjero –me dice- igual tienes derecho.
Además, ni Alexis ni Yaricel pagan por su vivienda: el alquiler no existe. Y no
me niegue la sorpresa, si es que usted vive en una ciudad en la que la
especulación del negocio inmobiliario ha llegado a límites insospechados.
Y así, entre deudas pendientes, bloqueos crueles, y aperturas de nuevas
etapas, Cuba quiere ser Cuba. Podrán los dólares de los turistas reemplazar
algunos ingenios azucareros, pero jamás pensarán en exportar un grano de
alimento si un solo niño cubano sufre hambre. No han oído siquiera hablar de la
fuga de cerebros, porque esos especialistas forjarán nuevos y mejores
profesionales, como los científicos que descubrieron la cura de la diabetes y
que actualmente tienen a prueba la vacuna contra el cáncer. Nunca, nadie, ni el
propio Estado, arrendará una casa, mientras un habitante que pise ese suelo
caribeño viva en la calle. Digo, entonces, que Cuba quiere ser Cuba; y que se
molesten los que se molestan, pero vuelvo de un país que no necesita de
visitantes altaneros ni de sus ases de manga para explicar las etapas
históricas, el progreso y todo lo que afuera de la isla es “mejor”. No cabe, en
el país del que vengo, una propina lastimosa para compadecerse, como buen
cristiano, del pobre que nos sirve.
No merece que les enseñemos nada, porque no hay nada que podamos enseñarles: evitemos
pretensiones. De los profetas financieros están hartos, y contra ellos han
luchado hasta vencer; de los visitantes playeros y sus consejos están
empachados, pero se los escucha sordamente porque de ellos se vive, a pesar de
todo.
Propongo complacer a los cubanos con un poco de silencio. Guardar la
primera piedra y el librito de opinólogos del bienestar, compradores de pocos
dólares, con ganancias sin declarar. Cuba quiere ser ese pueblo de rutas angostas
y carteles clavados en la tierra que dicen “El mundo debería ser una gran
familia. Buen camino.” Vuelvo de un país en el que Cuba quiere ser Cuba, y nada
más.
Por Román Solsona
Publicado el día Miércoles 13 de febrero en el semanario La Opinión de San Pedro
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