jueves, 15 de noviembre de 2012

Cacerolazo re- re revisionado

Las identidades políticas nacen, muchas veces, al calor de las luchas. La identidad piquetera con sus atributos y practicas fue la condensación de luchas protagonizadas por los nadies de la Argentina más profunda, que cubrían sus rostros en su condición de “Nadies” y salian (salen) a disputar la calle para hacer oír demandas populares en contextos de profunda marginalidad. Hablar de piquieteros, de caceroleros, es hablar de esas identidades en construcción; es asumir lo específico de la composición social de esos grupos, sus prácticas y su concepción de la política como herramienta de lucha.

Ahora bien, lo paradójico del 8N fue la falta de demandas populares, de consignas claras y la falta de un espíritu que articulara ese malestar generalizado en torno al oficialismo. La postal que todos vimos, si bien numerosa, carecía de representaciones y liderazgos. La convocatoria “espontanea” a través de redes sociales represento una calle llena, un lugar en disputa. El espacio estaba siendo disputado por una multitudinaria convocatoria de individuos. La calle, como lugar en disputa, se transformo en arteria de varios otros espacios disputados, ceñidos en un individualismo atroz. No hubo nada que exceda el yo-cuerpo-bolsillo. No hubo mediación colectiva para hacer más fuerte el grito, más que cantar juntos el himno nacional (clásica practica de los forjadores de la “unidad nacional”, fundadores de la patria de pocos). Las graficas en primera persona, tan abstractas y menos violentas que la convocatoria de septiembre, pusieron en jaque a toda la dirigencia opositora que tuvo que acoplarse al “discurso vacio” para poder intentar capitalizar ese malestar. Pero hacer política desde la no-política es un arma de doble filo. Por un lado te permite ganar el descontento de los que no creen en la política pero ven, a través del enfrentamiento mediático del gobierno con las corporaciones, que este país es “invivible”; pero por el otro te ata a un contenido ciudadano que intenta vaciar la política, del cual difícil es proyectar una identidad colectiva y transformadora. El arco opositor oficia de “moralista”, pregona el dialogo, los consensos, la unidad nacional, y el “tiremos todos para el mismo lado” desde posicionamientos regresivos incapaces de construir capital político. Este es un planteamiento ciudadano que se cae por su propio peso en una realidad tan simbólicamente violenta como la que vivimos.

La táctica mediática fue hacer un montaje que simbolizara un pueblo poniendo en jaque a un gobierno. El campo democrático tuvo sus resortes. La heterogeneidad de la marcha complejiza el escenario frente al facilismo oficialista de llamarlo “fascista y golpista”. Pero hay algo que es claro: lo espasmódico de la movilización guarda fuertes tintes reaccionario y antipopulares.

El momento histórico que estamos protagonizando intenta quitar velos, intenta ampliar la participación de los grupos sociales en una dinámica, tal vez, sin precedentes. El 8N peca de haber sido una sumatoria de individualidades donde las partes no fueron ningún todo, pero gana en que habilita a confiar en la política de participación, aclara las concepciones clasistas de la vida argentina y nos invita al desafío de pensar nuevos frentes que le disputen al individualismo, a la manipulación mediática, un sentido democrático y popular.

La encrucijada política del kirchnerismo está dada por su propia supervivencia en un contexto de movimientos arquitectónicos dentro del peronismo con epicentro en los liderazgos y las alianzas. Pero, ¿los grandes interrogantes de la argentina contemporánea solo se podrán resolver dentro de las paredes del peronismo? Es momento de que las luchas contra las corporaciones mediáticas implique una pelea por democratizar y visibilizar las luchas contra la Argentina todavía impune, todavía monopólica, todavía injusta, desde nuevas identidades políticas, al calor de nuevas luchas.

Poli h.

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