jueves, 12 de agosto de 2010

Don Fusi


- ¿Cargaste todo?
- Creo que sí.
- ¿Cómo “creo”? ¿Falta algo o no?
- No, abuelo.
- Cañas.
- Sí.
- Lombrices.
- También.
- Tarros.
- Sí. ¡Arranca de una vez!
- ¿Jugo y galletitas?
- La abuela puso la bolsa en el baúl.
- Y dale con poner el jugo en el baúl...
- ¿Qué pasa?
- Y qué va a pasar: se calienta.
- Si no hace calor.
- Vos nunca tenés calor.
- Es un poco de sol nada más. Vamos, abuelo.
- Poné ese jugo en el asiento de atrás.
- No hace falta. Dale, que se nos van a ir las mojarras.
- Haceme caso. No se va a poder tomar eso.
- Tiene razón la abuela: “¡Pero que cosa porfiada, che!”
- Y ya que bajas cargá los banquitos.
- Tenemos la lona.
- Ando con dolor de cintura, no me voy a sentar en el suelo.
- Y tampoco vas a ir al doctor…
- Subí. Apurate.

Era un Falcon amplio y bordó. Doble farol adelante, asiento enterizo con tapizado original, radio con botonera, motor chico pero ruidoso, tablero de chapa con la estampita de una virgen –no recuerdo si era la de San Nicolás o la de Luján. La había pegado mi abuela Margarita-, una trompa prepotente y la tapa del baúl opacada por el escarmiento del sol. La caja de tercera al volante lo hacía un poco más retraído que los demás Ford Falcon, que lucían la cuarta al lado de la pierna derecha del conductor. Sin embargo no fueron pocos los que vieron a Don Fusi -porque así le dijeron siempre a mi abuelo- tomar la Curva de la Muerte a más de ciento treinta. Decían que daba gusto verlo doblar esa curva mítica y que, por más caja de cuarta que recorra una palanca de cambios, nadie tenía la habilidad y la muñeca de Don Fusi. Lo que le faltaba al auto amplio y bordó lo tenía mi abuelo: la mirada en el camino y en los espejos, las manos agarrando el volante como a las diez y diez, el pie izquierdo relajado pero atento y la espalda prolijamente recta –como la banquina-. Y cada sábado, un tramo antes de llegar al arroyo Villa Sarita, el abuelo aceleraba y ponía cara de velocidad. Se reía, sus bigotes pintados se ensanchaban y yo me agarraba de la manija de la puerta. Después, casi vanidoso, volvía a la marcha lenta como mostrándose a sí mismo que todavía no le temblaban las manos arriba de los cien kilómetros. El paisaje pasa más lento, pensaba yo, mientras retomábamos la velocidad habitual de un paseo.

- Mirá allá.
- ¿A dónde?
- Allá, en aquel matorral.
- Sí.
- Ahí vivía un tío mío.
- El tío Alfredo.
- No, no. El tío Alfredo vivía pasando el puente.
- ¿Eras de visitarlo?
- ¿A quién?
- Al tío Alfredo, abuelo.
- Todos los domingos comíamos en su casa.
- Se reunían muchos.
- Claro. Tu abuela amasaba toda la mañana.
- Siempre le gustó cocinar a la abuela.
- Tuvo que gustarle. No tenía otra la vieja.
- Los hermanos.
- Y sí. La única mujer de once hermanos.
- Once hermanos…
- Once hermanos, sí.
- Familias grandes.
- Antes sí. Nosotros éramos ocho.
- ¿Y quién cocinaba?
- La mami. Trabajábamos todos en el campo.
- ¿Falta mucho?
- Ya llegamos. Después de la tapera aquella.
- ¿Los extrañás?
- A veces.
- ¿Cuándo?
- Cuando ando por acá me da tristeza, sí.
- Osea, ahora.
- Además está todo tan abandonado…
- ¿Estás llorando, abuelo?
- No, es el viento.
- Sí, hay viento.
- Subí la ventanilla.

Y la tarde de pesca era eso: no pescar. Llegar al arroyo, bajar las cosas y echarse en el pasto. Si saltaba alguna mojarra yo encarnaba, si no seguíamos hablando siempre de lo mismo. Cada sábado era un rito necesario, casi forzado. Yo sabía lo que iba a decir mi abuelo –nunca me animé a llamarlo Don Fusi- y él adivinaba mis preguntas en silencio. Era una rutina cómplice y pícara. Un recreo con jugo de pomelo, mosquitos y olor a lombrices muertas en las manos.

- Pasame el trapo.
- No lo trajimos.
- ¿No era que estaba todo?
- Limpiate en el pasto, abuelo.
- El olor a lombriz y barro es fiero. Fiero, fiero.
- Acá tenés agua. Abrí las manos.
- Dale, echá.
- No se sabe si encarnaste o cavaste un túnel.
- Qué querés, si tu abuela pone la tierra arriba y los bichos abajo.
- Ese frasco es nuevo.
- Sí. El otro lo rompiste la última vez.
- ¿Yo?
- No, yo…
- Igual éste está mejor.
- Es lo mismo.
- No, tiene boca más grande.
- Es de mayonesa, igual que el otro.
- Si nos viera Hellmann´s… nosotros poniendo lombrices en su frasco con nuevo diseño.
- Basta que se lo compremos… ¿qué le importa qué hacemos con estos frascos?
- ¿Más agua?
- Sí. Tengo barro hasta abajo de las uñas.
- ¿Me dejás manejar a la vuelta?
- No.
- ¿Por?
- Ya es de noche.
- Es de día, abuelo.
- Hasta que cargamos todo se va a hacer de noche.
- Vamos rápido entonces.
- Mañana.
- Siempre mañana, siempre mañana…

Hacía unos diez años que no cumplíamos el rito. Nada trágico: yo crecí, él envejeció. El sábado pasado puso en marcha el auto. Ya no era el Falcon Bordó, amplio, prepotente, pero el ruido del motor parecía ser el mismo. No había ninguna estampa de virgen -ni siquiera estaba mi abuela margarita para pegarla-; no obstante acaricié el tablero de plástico y sentí en toda la mano el frío de la chapa aquella. Junto a mi pierna izquierda, una caja de quinta. Butacas. Radio con casetera. El jugo en el baúl.

- ¿Cargaste todo?
- Sí.
- ¿Todo, todo?
- Sí, abuelo. Vamos
- Lo que más me importa es el sillón.
- Está acá atrás. Dale, salgamos.
- ¿Qué apuro tenés? Tantos años sin ir…
- Por eso. Si no arrancás van a pasar diez años más.
- Siempre tan exagerado vos.

Los paraísos se podían contar ahora. Las líneas de la ruta también: íbamos de paseo. Los campos, los alambrados, las quintas, los viveros, las plantas de naranja, las cunetas, los pastos altos y los pozos de la ruta parecían formar parte de la ceremonia y perdurar idénticos en el tiempo. Creí eso y mi abuelo puso ancho el bigote con una risa. Aceleró un poco, sólo un poco, y me preguntó qué me parecía. Yo le dije que acelere y él no se animó. Sus manos, siempre a las diez y diez, agarraban temblorosas el volante. Señaló el campo donde trabajó de peón un pariente que ya estaba muerto y dijo algo acerca del veneno de la soja. Yo alcancé a ver el puente, luego la tapera, y supe –recordé- que estábamos llegando.
Con notable maña se echó en el pasto. No quiso el sillón. Tomamos jugo y recordamos grandes charlas. Demasiadas. No saltó ninguna mojarra y él repitió lo del veneno de la soja, mientras oscurecía. Me pidió que maneje a la vuelta, que se haría de noche.

Autor: Román S.

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